martes, abril 30, 2013

LA IMPERFECTA IRONÍA DE ELVIRA (relato)


Al dejar caer el cajón de prendas íntimas delante del armario, Elvira se dio cuenta allí, de cuclillas, que cualquier flexión le producía un dolor agudo; levantó el rostro, quejándose de lo que ya no le asentaba bien y se encontró a ella misma en el espejo empotrado, padeciendo su desgracia y la ridiculez de su rostro retratándola como un payaso deprimente.
“Pero que vieja estoy”, meditó, asombrada por las patas de gallo y las arrugas de pergamino.
Sabía que no era para menos, expresar dolor a estas alturas de la vida no era ninguna novedad para una mujer infortunada, que sufría y padecía vivir infeliz en un cuartucho escalofriante, impregnado de moho, rodeado por un vecindario de delincuentes y vagabundos.
Sin darse cuenta se ahondaba su soledad por el umbral enfermizo de los sesenta años, y aunque ya iba desistiendo esa idea de enamorar, todavía recreaba esa belleza insinuante, que sabía reconstruir de los escombros.
Tenía que entender y aceptar que dejó de ser la damita engreída, coquetona de los bailes y las recepciones. A estas alturas no tenía más una figura de diosa, un semblante de ángel, una presencia deslumbrante; todo lo contrario, porque ni las cirugías le supieron disimular el carácter geriátrico y las formas aletargadas. Pero indudablemente fue su condición de madre en abandono, lo que cambió en ella su otrora buen gusto, por ese carnaval grotesco en que se había convertido con los años tugurizados en una retirada que prolongaba su caducidad. Y era eso precisamente, mantener en reserva a su hijo Ignacio, una carga agobiante, por unos tediosos y humillantes veintidós años, lo que la obligó a un completo anonimato. Ignacio, nació con síndrome de Down, quizá heredado por causa de la familia del padre (un coronel en retiro que la dejó por problemas de alcoholismo). Elvira desconocía en absoluto esos antecedentes, ella sólo se dedicaba aventurarse a los placeres y diversiones en esa juventud desenfrenada de apariencias y mentiras, hasta esos malditos treinta y tantos años en que se enamoró de ese tipo uniformado que le prometió todo lo que se le puede prometer a una mujer espléndida, y el cual la dejó al momento de enterarse que Elvira esperaba un hijo para él y que nacería en setiembre.
Ella lo planificó muy bien, y así sería su hijo, bello y primaveral, una perfecta muestra de los dos. Pero el tiempo es irónico, este mundo gira y nadie lo logra entender. Ignacio, al nacer, no le reincorpora la imagen erguida, alturada y de varón ejemplar como la del padre, sino un gran antagonismo a todo lo que ella aspiraba de perfección y belleza. Una jugada del destino en contra suya, a una vida dedicada a los vicios cegadores de la vanidad. Ignacio representaba el fruto desviado de todas sus negaciones y ella lo sabía, por eso lo trataba como lo trataba, como un pordiosero, un animal de corral, un pobre diablo hijo de algún don nadie, que ella prefería no mencionar. Calló desde entonces, pero acometía sin remordimiento contra Ignacio, era el blanco de todos sus desquites, de sus rabietas, de su bronca por no abortarlo, si por una ecografía habría sabido que sería así, enfermito, defectuoso, como le decían sus parientes, Elvira no hubiera dudado ni un momento en deshacerse de él, en sacarlo de su cuerpo como un espíritu maligno, por el método que fuera, para no perjudicar su figura y mantener esa fama de bella, soltera e inmaculada. Pero ya estaba hecho, no podía convertirse en una asesina con el hijo en brazos, habría que aceptarlo tal y como Dios lo había mandado, al fin y al cabo existen instituciones con gente especializada en brindarle los cuidados y la formación paciente para personas especiales como Ignacio, sólo se necesitaba de algún buen dinero para dejarlo en manos de aquellos bendecidos con ese virtuoso don; pero desde un principio Elvira se negó y se negó a que cualquier extraño lo tenga bajo su cuidado, sólo lo dejaba uno que otro fin de semana con su prima, quien también poseía buena mano y paciencia para esos menesteres repulsivos que Ignacio ponía a prueba.
En casa, la dedicación de Elvira hacia su hijo era fiel, pero era una constante degradación a todas sus acciones. Ella no tenía ni el mínimo arrepentimiento: después de largarlo de mala gana, golpearlo y tirarle cualquier objeto contundente, lo maldecía y lo hacía comer arrastrándole la cara por todo el plato cuando cometía el error de ensuciarse. De allí que pareciera un animalito en el patio trasero donde jugaba con la ropa abombada por la humedad de ese encierro. Nunca lo quiso educar, ni dejó que lo eduque alguien más, lo vestía como un estúpido y lo mandaba a que siga estropeando las cosas que había tirado al techo. Allí terminaba Ignacio, como un moribundo tirado en el suelo, con los mocos por toda la cara y la baba en la ropa. Elvira lo despertaba, tirándole un manazo en la cabeza para regresarlo a la rutina de humillaciones, antes de mandarlo a que viera la televisión diaria de nuestra sociedad, la cual sabía perfectamente que lo embrutecería y lo haría tal cual un retrasado mental.
Con el tiempo esta situación no había cambiado, Elvira recibía una pensión importante que prefería conservar en el banco y gastar lo mínimo en casa; a Ignacio le compraba ropa de mercadillo, y cada vez que enfermaba lo curaba con hierbas y uno que otro brebaje proveído por una viejita que vendía en el suelo al salir del mercado de abastos.
Detestaba salir, lo que antes lo hacía gustosa, y si lo hacía, era por una cuestión de asistir a su madre Agustina, que ya evidenciaba prolapso, y algunas veces para almorzar en casa de su prima, quien escuchaba sus quejas, lamentos, ocurrencias y quien veía acrecentar su vicio por el cigarrillo y sus manías de jalonearse el cabello, sacudir las manos al hablar y quedarse perpleja por largo rato en la ventana. Un largo trance para recordarlo todo y odiar cada cosa. Al margen de esas visitas y las compras obligatorias para el día a día, su desconexión con el mundo era casi total; se peleó con casi todos sus parientes y a los del padre de Ignacio, quienes le cerraron la puerta en la cara, les mentaba un discurso infatigable de improperios en plena calle, donde las palabras redundantes era reafirmarles lo gran hijos de puta que no habían dejado de ser.
Indudablemente era un desfogue y un ejercicio para probar como iba en desmedro su sentido común con las relaciones. Pero no le importaba en lo más mínimo, y menos la inquietaba pensar qué estaría haciendo Ignacio cuando ella no estaba, porque lo dejaba encerrado en la única habitación que tenía para los dos, sin comida, sin opción para ir al baño. Por eso cuando regresaba y lo encontraba sentado frente al televisor mirando las noticias, lo jaloneaba por haber orinado fuera del bacín destartalado que estaba debajo de la cama y por haber agarrado las cosas que antes la embellecían y que ella no se decidía en tirar a la basura.
Nadie recuerda haber visto a Elvira con Ignacio haciéndolo jugar en el parque o llevándolo a la escuela, sólo algunos la veían salir con él, uno que otro sábado muy temprano. Ella no quería que nadie más supiera que tenía un mongolito como hijo, y que por ello provocará pena y comentarios de los demás. Por eso Ignacio seguía en ese encierro que le daba vueltas, en la inmundicia orbitando para adormecerlo, en los gritos salpicados con saliva de su madre, en la sangre de la televisión alimentando los traumas por los años entumecidos en una resignación de tener una mamá así de despiadada y enajenada con él. Pareciera que en alguien especial como Ignacio eso lo hacía más débil y torpe cuando a su madre la tenía enfrente. No obstante, al pasar la medianoche, Ignacio en ocasiones se despertaba de súbito como huyendo de los demonios en las pesadillas, se sentaba en la cama, y quién sabría lo que estaría pensando cuando tenía a su madre indefensa y totalmente inconsciente en la cama contigua. Era un momento prolongado en ese silencio sepulcral esclarecido por la tenue luz que llegaba por la lámpara del patio que Elvira siempre dejaba prendida, claridad que se traslucía por esas cortinas pálidas y los garrotes que había hecho colocar para que no se pueda ni sacar la cabeza. Qué pensamientos lo tendrían entretenido después de padecer a diario los sufrimientos a los cuales le había arrastrado su madre, qué apetito noble le brotaba o que cuestión retorcida iba maquinando en esa capacidad simplista del blanco y negro proyectada en su cerebro. Cualquier persona normal hubiera tomado medidas radicales al tener edad suficiente para darse cuenta de las humillaciones y vejaciones, así fuera por su madre, al menos hubiera abandonado el hogar despotricando, pero Ignacio, un niño hecho hombre ya, qué se podía esperar de él, hasta buscaba abrazos y desprendía ternura cuando terminaba en un rincón. Pero más allá, qué sentimientos profundos lo iban preparando, que cosa lo impulsó a salir de la habitación un lunes de madrugada para dirigirse a la cocina y coger el cuchillo afilado que Elvira utilizaba para trozar el mondonguito de cual tanto gustaba, y luego regresar raudo hasta la habitación, como escapando de los fantasmas que querían atraparlo, y pararse al pie de la cama, donde los repliegues de las frazadas caían, para despertar a Elvira de un manotazo y hacerla girar boca arriba porque tenía resuelto gritarle “¡mala!” e introducirle lo más profundo la primera puñalada de las muchas que le introdujo, con el mismo cuchillo que ella también usaba para amenazarlo y hacerle recordar que todo era por culpa suya, que era un mal nacido.

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