No quería que su muerte le
acelere los padecimientos por desidia, y el anonimato de tamaña desgracia pase
como un aviso anónimo a la colectividad.
En el último número de su
revista, le hizo un homenaje al ser que tanto amó y al que tanto debe esta
última faceta de su vida. Lo ha llorado sí, lo lloró, le sigue llorando a su
modo, sin ánimo de quebranto, sólo con expresiones de un sentimiento mortecino,
que se escucha para sí misma, con el singular vigor cuando dice y reclama a su
querido colorao.
─Yo no tengo salida, tú ya te fuiste, y yo
sigo encerrada entre todas tus creaciones.
En el último número, su
rostro para ella ya desborda lo invalorable. Carmela, su amiga desde los
quinceañeros, quien le guiñaba el ojo después de la picardía, no hace más que
consolarla diciéndole que fue un estupendo hombre y amó a una grandiosa mujer.
Que sin inmiscuirse en las cursilerías de los dos, sabía perfectamente los
detalles coloquiales que se dedicaban, los pétalos en la baranda de la azotea,
el reflejo encandilador en los ojos infinitos, las caricaturas del alma sin
saber que el recorrido de la sed originaba sobresaltos exquisitos que invitan a
compartir esa intimidad que prolonga la intensidad de cada sentido.
Ahora es parte de una
edición anterior. Lo reconoce ante un amigo que le preguntó por el colorao, y
al que le aclara que se fue entregándolo todo, porque quería que ella siga con
el negocio, elaborando junto a los especialistas de cada sección lo que haría
falta, a pesar de seguir públicamente en este tiempo saturado de riesgos,
abrumado de estupideces, silencio incoloro, y muchas espaldas. Por eso no se quedó
atrás, le lloró es cierto, soportó su ausencia con telenovelas reales en
cualquier cafetería, con boleros desde las 6 de la tarde hasta sucumbir en la
jornada mortuoria de sueños y ronquidos prolongados, cada vez más eternos. Se ha echado a fumar como envuelta en un
incendio, porque su cabello lo tiene pintado de rojo y se irrita de súbito al primer caso
descortés, aunque en el fondo murmure acentos dóciles y figuras tiernas. Sigue recurriendo
a quedarse en los bares para compartir
sus penas con los amigos que aparecen al sonido de las copas, y hacer
publicidad de la obra que dejó su esposo, de la empresa que tiene por encargo,
porque también Arequipa le sigue inspirando como antes. Reconoce en el sillar
lo que a la gente la hace sentir orgullosa. Nadie ha cambiado tanto, comenta a
cualquiera siempre frívola, salvo su mal humor y esa figura garabateada de la
que hace gala con el luto escuálido que le insinúa a un joven que se acerca
para hablarle al oído, cuando ella de sorda no tiene nada, y permite ese
aliento apelmazado junto a su rostro geriátrico. Pero nunca cruzó la línea, su colorao le había dado toda la libertad, como ella a él, y las cosas funcionaban a la
perfección con ese arreglo.
No desea tener más recuerdos
frescos, fuma, se enreda, fuma, pide permiso después del protocolo ridículo en
desuso, se cuelga ese bolso que tiene chicles, golosinas que pudren y alivian,
dinero como verdura descompuesta, y otros instrumentos de belleza cómica, paga,
se va atolondrada en sus pasos enclenques, pero vuelve al instante y piensa en
quien puede recibir su producto que ella lo estima como patrimonio cultural,
aunque antes pide una bebida sublime que la desahogue de placer y mientras
tanto suplante el whisky que tiene guardado en casa. Toma y vuelve a ser
nostálgica mientras echa esa bocanada de humo que la mantiene lúcida.
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