Ha pasado mucho tiempo…
Bernardo Soares está sentado
en una silla contemplando todo lo que existe en esa habitación del edificio
“Mensagem”. Esta al pie de la cama, a veces erguido, a veces tumbado y otras
veces conservando un silencio eterno, esperando por alguien inadvertido
—posiblemente como yo— a que lo levante de esa cama siniestra donde parece
guarnecida la derrota de su cuerpo, o de todos los cuerpos que han pasado por
esa comodidad fatal antes del año de la
muerte; porque es imposible seguir maquinando ante el desasosiego que
provoca este vertiginoso proceder de las horas.
Alberto Caeiro puede estar
ahí muchos días y yo puedo pasar delante de él sin siquiera verlo. No lo
ignoro, tampoco estoy disgustado con su actitud, simplemente no he querido
mencionarle asunto alguno, ya sea político, social y menos de lo que piensa la
gente para dejarse llevar; no obstante he tenido vergüenza de mi sequedad para
delirar en abstracto sin la mención de palabra fuera de día o por la noche,
cuando Álvaro de Campos se levanta de esa silla y deambula en direcciones
fantasmales probando su percepción en el espiral de superficies y objetos
mientras me observa de cerca, como acercando el lente por el rastro de mi
respiración enfermiza y desparece una vez más ante la evidencia tangible de un
poema firmado a la hora del diablo y en caída libre hasta ese baúl maldito.
No tiene por qué decir cómo
se siente en tanto espera su oportunidad para describir quién es verdad; su
fijación es un total desconcierto, sin embargo percibo absoluta confianza en el
punto final de su voz, no se quebranta jamás y entiende que yo lo escucho
atento con un silencio que vierto en un río sombrío sin caudal.
Ricardo Reis escribe odas al
claroscuro, sobre ninguna superficie visible, no tiene palabras densas que yo
pueda imaginar, pero me estalla la cabeza por la inquietud de saber cómo se
crea un universo dentro de otro. Ahora está nuevamente sentado y nuevamente de
pie, pero no desea irse porque en esta habitación, en el centro mismo de Lisboa,
la experiencia de existir a partir de nada es una proeza de fantasías entre los
tantos laberintos de rincones y calles perfectamente ideadas para un hombre que
necesita dividirse en muchos.
Sé despertarme antes que el
resplandor del amanecer me alcance, Fernando Pessoa sigue escribiendo ahora
junto a la ventana, desde allí puede ver, sentir y escucharlo todo, no se
inmuta por el tiempo, sabe que cualquier época provocará el mismo drama en el
hombre, cada cierto instante es un aforismo en desenlace, y lo dice muy discreto
en una carta dedicada a Ofelia, en otra página que llama tabaquería, en otra de
un banquero anarquista, en otra del marinero en la playa del gran océano, donde
el poeta filosofo es del tamaño de lo que ve.