Gotas catastróficas
alientan
la incertidumbre de seguir a Andrea
de encontrármela
a ella que no sabe nada
nada
de mí, nada de todo esto,
si ni
siquiera me ha visto como me sonrojo
como
le coqueteo a una foto junto a todos los objetos decadentes
en que
ella desaparece cuando se esclarece la madrugada
y yo
despierto juntando las manos para rogarle
que
siga pendiente, que se quede cruzando otra vez esos jardines de setiembre
que me
espere
si yo
ando en la holgura del desquicio
o
pierdo los estribos por seguir a la manada obtusa.
Es imprescindible
que a estas alturas le deba confesar
lo que
parece absurdo, pero debería saberlo,
un
pobre imbécil volteando la página por ella
sembrando
por las tardes trincheras contra los augurios
que
jamás estuvieron de mi parte;
sin
ser mezquino
me
defrauda esta sensación
no
cuando la imagino con otro dibujándole en la cara
las
mismas intenciones patéticas pero tiernas
que se
dicen sin motivo, sólo por contemplación,
sino cuando
albergo su tutela, mi cobijo, mi escondite
con su
mirada frontal cuando me trata como un anónimo y yo le retrato
en un
instante que deja sombra y traspasa la quimera
los
escenarios cuadriculares que la tengo resuelta de extremo a extremo
en las
visiones y sus pocas palabras que recuerdo de su boca colorida y simétrica
aniquilándome,
¡maldita sea!
Y es
que una cosa es cierta
si no
me corresponde hasta llegar al final del laberinto
le diré
a todos, que esto ha sido más del mismo ridículo.
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