Llevo el celular, de la habitación al baño, del baño a la azotea, de la azotea a la cocina, de la cocina a la lavandería, de la lavandería al jardín, del jardín al garaje, del garaje al zaguán, del zaguán nuevamente a la habitación; como si esta manía se convirtiera por necesidad en un círculo vicioso. Lo agarro con mucha fuerza, como si me colgara de la última oportunidad que tengo de seguir ligado a esa ilusión que ha perdido todo sentido.
Es
sábado como si fuera viernes y nadie se acuerda de mí, ni por error, salvo las
operadoras que no desmayan en ofrecerme sus servicios con su voz coloquial que
con mucho pesar termino rechazando, sin embargo yo insisto en hacerme creer que
los contratiempos siempre terminan ocurriendo especialmente en estos días,
sobre todo pasada la tarde, cuando el ambiente se torna estupendo para pasarla
bien. Pero es un engaño que me tiene entretenido, no quiero pensar lo peor, y
lo peor es para mí reconocer que no importo más que una simple compañía, que
debo aguardar encerrado cuando todos son felices divirtiéndose, mientras las
horas me desmoronan en una soledad a ultranza. Que puedo hacer más que
intentarlo yo, perder la dignidad una vez más, insistir a ojos cerrados para
encontrar las puertas que no se abren por nada, que otras se cierran al
instante y que se acaban todas las posibilidades conforme los días me
convierten de pies a cabeza, en un ser cada vez más deprimente y patético.
Me
levanto creyendo lo contrario, porque necesito seguir viviendo al menos de la
rutina, de lo ordinario pero vanidoso que me resulta aparecer inmutable y
mostrarme inexpresivo frente a los demás. Pero no soy duro, soy dúctil,
pusilánime, y mis píldoras contra la nostalgia son los ritmos frenéticos que
hablan de muchas estupideces. Es cierto, quiero perder el sentido y me defraudo
en cuestiones prejuiciosas que se oponen a cualquier ética, como avergonzar al
que ignora, maldecir al indigente, despreciar a los agitadores populares, satanizar
a quien no piensa como yo en este estado de desgracia.
Cuando
esto sucede, la vida pasa delante de mí en un sucesivo atropello de
extravagancias, gestos, vulgaridades, imprudencias, ridiculeces, torpezas,
accidentes, discusiones, bataholas y desgarbada comedia produciendo miserias
que siempre estoy dispuesto a padecer alrededor. Convivo y me maltrato con la
amargura de ser insignificante para reír, responder, confesar, corresponder
educado y mandar al diablo, a todos los que hacen más asfixiante mi vida por
ese ángulo del tiempo en que respiro por un agujero, y bebo gotas de quien se
acuerda de mí con un acertijo, que dice en código amical: «¿Puedes hacerme un
favor?», «gracias amiguito, te ‘pasaste’…», «te llamo para salir…». Sí, es
cierto, para salir y seguir esperando esa promesa que jamás se ha cumplido.
Porque sin quererlo, soy el perfecto tonto útil, que pone el hombro a las
chicas que lloran las peleas con sus novios, el que malgasta su dinero en
invitaciones hasta quedar en la
bancarrota, el que todavía cree en los mensajes con poesía y las
dedicaciones con detalles que no hagan más que insinuar, cuando lo único que
logro, es acomodar la mesa para otro, y quedarme como el sustituto que sigue
esperando la llamada que jamás llegará, el día y la hora en que también deseo
salir por ahí, disfrutar del fin de semana y querer, aunque no tenga ese
talento.
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