Es extraño, la noche anterior soñé que una jauría me cerraba el paso antes de llegar a casa, aullaban quebrantando el sosiego y su ladrido era tan voraz, que me encogí como un niño y me quede inmóvil esperando el peor desenlace.
Al
día siguiente, cuando llegaba del trabajo, una jauría dispersa a ambos lados de
la pista, parecía desafiante a la mínima instigación; algunos de ellos
jaloneaban desperdicios de carne descompuesta con la bravura que sólo recuerdo
haberla visto, en esos canes rabiosos que deambulan jadeando cerca al basural,
en medio de un sol abrasador.
He
podido pasar, como siempre cabizbajo, sumiso, atento en todo el radio de mi
sombra, sobrellevando la tensión acumulada de muchos traumas.
Hoy
en la tarde, cuando me descubrí el rostro humedecido por tanto temer entre mis
temores, estaba sentado en uno de los escalones que sube hasta mi habitación,
sufriendo porque nadie escuchaba mis lamentos y porque la soledad de la casa,
era tan tormentosa como aquellos ladridos que me perseguían por todo el arenal
posterior a la chacra, antes de llegar a ese lugar donde mi padre me esperaba y
conservaba imperturbable su fe en mí, socavando sus inagotables esfuerzos por
salir al frente de las dificultades y las maldiciones, exponiéndose debajo del
gigantesco sol que arde, jugando a vivir o morir rodeado de jaurías que
esperaban su precipitada caída desde el andamio.
No
obstante, yo sin hacer presencia y él todavía esperando.
Al
día siguiente todo ha sido tan normal y sin contratiempos, un sol sin efectos,
las calles sin peligros —casi sin naturaleza—, y yo dándole un fuerte abrazo a
mi padre.
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