Una mano sangrienta, brota de una copa dorada.
De cada dedo germina un santo
persignándose a la primera luz. Animales silvestres beben de la copa la
vitalidad, para ser inmortales en su condición. La devoción del ritual es fiel
al hombre extinguido, a las cualidades domesticas que se abren paso en el campo
maestro de la Trinidad.
Canto
de los cielos, una nueva gloria engrandece la pacificación desde el núcleo
hasta las estrellas. Pedro, el pupilo sesgado por la mano, brinda esperanza con
retoños angelicales suspendidos en toda la gloria que sigue utilizando al mundo
como su purgatorio. La sangre fluye como maná, es la mano de Cristo, del Cristo
Salvador, que ha muerto por nosotros y nos da el cáliz de la esencia inmortal,
cuando la escritura finalmente termine por cumplirse.
Cantos,
cantos, un paraíso bello, un amanecer sin lamentos. Estamos guarnecidos por la
ley divina en una dimensión de oro y prosperidad. Tierra nueva, sangre
inmortal, hijos mansos como los nombrados por Ezequiel, en el claustro
esperando por todos, los que vuelan lejanos y los que están tan cerca como
almas inocentes sin mácula.
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